¿Dónde está el semáforo?: objetos urbanos no alineados

El caos urbano en muchas esquinas de la ciudad de Caracas.

Tanto los niveles demasiado elevados de gas carbónico en la atmósfera, como los niveles demasiado bajos de oxígeno, se entienden habitualmente como contaminación. Así mismo, niveles elevados o demasiados bajos de complejidad visual ( caos y monotonía ) son nocivos para el hombre y constituyen otro de los aspectos comprendidos bajo el amplio espectro de la contaminación ambiental.

No sabemos de nadie que haya caído muerto por contemplar la ciudad. Que yo sepa la ciudad no es tan temible como sus delincuentes. Mientras los últimos cometen fechorías horrorosas, las formas letales de la ciudad nos saturan lentamente. El caos urbano nos acecha en sus formas maltrechas, apretujadas, amontonadas en completo desorden; en las fachadas desaliñadas de edificios que nacieron pensados en sí mismos, ignorando por completo la armonía de las construcciones vecinas o los ejes que comanda una plaza; de edificios donde el diseñador concentró toda su capacidad de resolver problemas y toda su ciencia, en componer una ”fachada principal”, que raramente se verá como en las condiciones dibujadas en el papel, pero que en cambio, dejó en el olvido las demás partes colindantes, que son irónicamente las que más se ven: costados, fachadas traseras, cubos de luz, azoteas, etc.. Donde el diseñador tuvo que arrojar todos aquellos elementos que no le cupieron, ‘que no iban’ con la “fachada principal”: muros y partes estructurales sin acabado, sin proporción, instalaciones aparentes colocadas al azar o casetas con muros y techumbres improvisados.

Lo mismo pasa, usualmente, con el mobiliario urbano, donde a los postes y alambrados se suman los puestos, kioscos, tinglados, placas de señalización, bebederos y otros, vistos a través  de un mar de gente, de vehículos, camiones y máquinas diversas. Estos elementos, no considerados en el diseño de esa ciudad, nos ofrecen la imagen más característica y persistente de la urbe; basta recorrer las calles o, simplemente asomarnos desde la azotea de un pequeño edificio para darnos cuenta que la poesía de la ciudad imaginada y deseada se ha descompuesto en una auténtica contradicción visual, en un amasijo de materiales diversos y piezas de acabado. La importancia de este mobiliario, dentro de la ciudad, parece haber quedado para el próximo capítulo, mientras que el crecimiento de los espacios urbanos reclaman su presencia.

La contaminación no se limita a las numerosas vallas que permean los espacios urbanos y que se amontonan unas a otras en los recorridos visuales que hacemos desde los vehículos. Estos mensajes primitivos de marcas e  imágenes, realizados en alta resolución, compiten con las formas de los objetos del mobiliario urbano. A menos que caiga encima de un vehículo, por razones metodológicamente no controlables o porque estructuralmente no fue diseñada para soportar su propio peso, una valla no afecta a una persona más allá de su contenido gráfico, que puede llegar a ser bastante nocivo. Sin embargo, una parada de autobús mal diseñada, sometida al uso constante de peatones, puede producir efectos que se trasformarían, por ejemplo, en el colapso del sistema de transporte urbano. Pero las cosas cambian más rápido de lo que uno piensa. Esta es una de las características que me asombran de la ciudad. Las cosas cambian sin advertir de sus cambios. Las cosas ya no suelen ser lo que representan.

Muchas veces los ‘mármoles’ lujosos de las paredes, las puertas cubiertas de plástico-imitación-madera para que parezcan verdaderamente madera, los ‘metales’ brillantes de los aparatos domésticos, las ‘maderas preciosas’ de los muebles, los ornatos y utensilios cotidianos, etc. no son ni mármoles, ni piedras, ni metales, ni maderas, ni demás materiales que parezcan a la vista, son simplemente: materiales que parecen otros.

Todo esto se reconoce en una visión de la calle. Así, en ocasiones las fachadas de cristal-espejo esconden las miserias visuales de edificios viejos apresuradamente renovados. Estos cristales suelen ocultar ductos, instalaciones no previstas o detalles sobrantes, simplemente molestos para considerarlos como parte del diseño. Lo no planeado (no diseñado) se embellece con un toque magistral de maquillaje hecho vidrio, que parece cristal. Los cristales ya no suelen indicar ventanas, y las ventanas no siempre se usan para lo que fueron diseñadas. La fachadas fáciles, contraindicadas para el uso que se le dará al edificio, son como escenografías engañosas que se perfuman con cristales lujosos para tapar sus vergüenzas, sus malos olores visuales.

La verdadera historia es que el cristal lujoso refleja la desvencijada acera principal. Perforada varias veces por las compañías de servicio urbano. Este pretendido paso peatonal, comporta decenas de diferentes tanquillas, familias malformadas de papeleras, asientos y señales superpuestas fabricadas con materiales visiblemente débiles, pero que resuelven a corto plazo un problema de comunicación y funcionalidad elemental.

De la misma forma, las configuraciones que presentan ciertos objetos de nuestra vida urbana, como el “tarantín” que utiliza un vendedor ambulante sobre la acera principal, agrede constantemente la posible armonía visual de esa parte de la ciudad. Sin embargo, en la intervención de diseño, para un objeto mejorado, se puede caer en la aún mayor agresión, que representa la fugaz interpretación de un problema que no se resuelve solamente con el uso de ciertos materiales o de algunos criterios estéticos y funcionales. Diseñar mobiliario urbano es una tarea compleja.

Por otra parte, el semáforo es el objeto urbano más conocido e irrespetado de la ciudad. Es muy probable que muchos conductores no reconozcan esta pieza dentro de una exposición aislada. Sus dimensiones y características técnicas, lo colocan en el final de un complejo sistema de control vial, que en la calle, pretende mantener tímidamente un orden en el tránsito. Acciones fuera de la ley, como tragarse la luz roja, puede ocasionar, aunque algunos lo consideren ingenuo, accidentes graves. Tratar de distinguir esta pieza, dentro de la maraña visual que un conductor percibe a su frente, es un hecho cotidiano. Es en el cotidiano que el mobiliario urbano cobra su importancia.

Probablemente, la obsolescencia planeada, la irresponsabilidad en el diseño de algunas piezas de mobiliario urbano o la inconciencia de quienes deciden emprender su construcción, constituyen una de las principales razones de la condición cambiante de la ciudad.  El proyecto de mobiliario urbano se diluye en la contradicción esencial del diseño: función pública y realización personal. Para los diseñadores no es nada nuevo saber que el diseño afecta a la sociedad. La manipulación consciente de ésta, plantea grave problemas, entre los cuales no deja de tener importancia el hecho de que  no todo el mundo está de acuerdo en cuáles son los objetivos adecuados. En consecuencia, el diseño adquiere un sentido político. Una vez más las variables de diseño – el hombre, los objetos y el medio – se suman a la interminable lista de requisitos que un buen producto debe presentar.

Así, nuestras imágenes de la ciudad se desfiguran en un mar de cosas alienantes, ambiguas, confusas, donde se deteriora cotidianamente nuestra habilidad para responder acertadamente a los micro acontecimientos urbanos, los cuales se suceden atropelladamente dentro de esta región que nos tocó vivir. Ejercer cabalmente el rol de seres inteligentes, portadores de un cerebro razonable, producto de más de tres mil millones de años de evolución, merece la oportunidad de jugar un papel más a la altura de sus aspiraciones.

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